28.3.05

el devorador

Su espalda. Tanta belleza. La abrazó suavemente. Pasó su brazo por encima de su hombro y llegó hasta su mejilla. Ella inclinó su cabeza rozándolo. El dejó que su mejilla lo acariciara mientras su mano se dirigía hacia la comisura de sus labios. La respiración de él le hacía cosquillas en el cuello.
Con su mano comenzó a recorrer su cara, a dibujarla, dejando que sus dedos le transmitieran la suavidad de su piel. Comenzó a besarla. Desde la mejilla, jugando suavemente. Deteniendose en cada detalle de su rostro. Ese que no veía, que intuía a besos.
Él sentía como ella cerraba los ojos y gozaba.
Seguía acariciándola con dulzura mientras la besaba, custodiando su espalda. Se entregaban al placer de dos amantes. Él no había ido a buscarla pero ahi estaba ella, para él.
Sus latidos comenzaron a hacerse más profundos, más marcados. Se aceleraban lentamente.
Ella intuyó algo. Su mano estaba ahora acariciando su pelo y la besaba hambriento. Empezó a sentir que algo, quizás, no estaba bien...pero siguió su juego (¿era acaso también su propio juego?).
Él, dulce y tranquilamente, la hizo girar y así estuvieron cara a cara. Sus narices se movían, se acariciaban en un juego lento. Buscaba su boca, sus labios, llegaba a ellos pero seguía hasta su cuello, su oreja. Ella susurraba mientras su cabeza se movía como un barco en altamar, entregada a la furía de las olas, una noche de tormenta. Él volvió a sus labios y se detuvo, como se detiene el predador, un instante, antes de atacar decididamente a su presa, indefensa.
Sus ojos, los de ambos, se detuvieron un segundo, enfrentados. Primero los cerró él, luego ella. Una lágrima surcó su mejilla antes de que él la besara, final y fatalmente.
Su lengua era un látigo y estaba indefensa. Los besos se volvieron huracanados. Se abrazaban, se cruzaban los brazos en sus espaldas. Los dedos mostraban sus uñas. Se herían. Él y también ella. Sintió como sus labios derramaban las primeras gotas de sangre.
Ella seguía llorando. Él lo notaba, lo sentía; sentía las lágrimas de sangre. Ella era su cordero, su bocado.
El canibal comenzaba su ataque mortal. Masticando, con mandibulas de metal, el más puro corazón. Se estremecía sientiéndola deshacerse en su boca. Era ella a quien estaba comiendo. Era otra más. Una más, como la otras. Perfecta, única, inmaculada, encarnación divina.
Ahora él comenzaba a llorar y eso aceleraba su furia. Las lagrimas se mezclaban, en un torbellino de sangre, de desesperación...
Abrió los ojos y ella ya no estaba. Sus brazos ya no abrazaban nada. El asesinato estaba consumado: ella ya no existía más que en él, en su cuerpo, en su sangre.
El devorador de musas, el canibal, ya nada podía hacer.
La fagocitaría en versos, en sueños, en historias de otros mundos...

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