10.3.05

sin título ( I )

Por algunas razones durante este tiempo cercené mis ganas de escribir algunas historias que se me venían a la cabeza. Sí las escribía en el aire. Así es como ahora tengo letras volando por todos lados alrededor mío, pero como mi Casa es de Aire eso está bastante bien. Son cuatro o cinco que iré escribiendo en estos días. La de hoy:

El colectivo que me lleva a la facultad y que me trae de regreso a casa da muchas vueltas. Será por eso que disfruto mucho mi viaje, sobre todo si voy sentado y con música en mi cabeza.
Durante el recorrido de vuelta, el colectivo pasa por un colegio. Siempre llega a ese lugar, que queda en un inmenso parque, con muy pocos pasajeros a bordo. Casi todos universitarios.
Hoy, cuando llegamos al colegio, el micro se llenó de alumnos. Muchos. Quizás demasiados. Todos apretujados, se pelaban para entrar y conseguir asiento. Una vez adentro se seguían apretujando. Además se gritaban, se tiraban de los pelos, cantaban, aplaudian y hacían todas las cosas que hacen los chicos entre trece y dieciseis años. La verdad es que el ruido que producían era ensordecedor. Parecían gallinas en un gallinero o miles de grillos en una noche de verano. Los chicos empujaban a las chicas y se reían a carcajadas. Las chicas devolvían los empujones como demostración de "cariño". Me desesperaba. Generalmente los tolero pero hoy había tenido un día largo y dificil. "No puede ser" me decía a mi mismo. Entonces decidí comunicarme con ellos. Hablarles. Preguntarles acerca de su visión de la vida, del mundo, de sus fantasías, de sus sueños y miedos era algo casi imposible a ese nivel. Cerré los ojos. Hice silencio y me sumergí. Sentí cómo me elevaba. Todo mi ser se transportaba a otro plano de la expresión.
Lentamente el silencio estaba también alrededor mío.
Y ahí estaban ellos, con sus caras de nene, con sus sonrisas infantiles. Pero no eran los mismos que había conocido unos minutos atrás. Se percibía la armonía en el aire. Así me fui acercando, uno por uno.
Nos hablabamos al oido. Me contaron historias increibles. A varias chicas se les llenaban los ojos de lágrimas cuando hablaban de sus preocupaciones acerca de su futuro, del amor, de sí misma. Los varones me contaban sus proyectos, sus aventuras y también me confiaban sus dudas, sus inseguridades. Hablamos mucho. Yo les confié mis secretos más profundos, les doné mi esencia así como también lo habían hecho ellos.
Al final nos abrazamos (con esos abrazos que dicen tanto) y prometimos volver a vernos, quizás en algún sueño.
Abrí los ojos y volví a donde estaba. Ya no éramos los mismos. Ya no tenían el mismo sentido las risas, las miradas encontradas, los roces.
El sol iluminaba los grandes espacios de verde alrededor de los árboles. El colectivo seguía su recorrido mientras el sol se colaba entre las ramas pero desentendiéndose de su luz. Sabiendo que era sólo él el que daba el brillo a la tarde, pero sin imponerse como dueño de los haces brillantes. Miré por la ventana, que cómo una película me mostraba distintas escenas de una misma historia y vi una mariposa. Estaba estática, suspendida en el aire a pocos centímetros del suelo pero no volaba, flotaba. No había movimiento en sus alas. Sus ojos de mil ojos estaban focalizados en un punto fijo, como perdidos en la inmensidad del Algo. Entonces me senté, con mis piernas cruzadas a su costado y la observé. Era una estatua viva. Sentí su corazón de mariposa latir el verde de la naturaleza. Sus antenas, atentas, no se movían. Ella no se movía, y sin volar volaba. Con voz suave le pregunté qué miraba: y vi colores que no puedo describir. Formas que escapan a cualquier descripción. Figuras eternas, nuevas que el universo tiene guardadas para momentos especiales.

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