4.2.04

bocas abiertas

Lina no lo quería. Probablemente alguna vez estuvo enamorado de él, pero ya no. Era imposible enamorarse de un tipo así, con ese aspecto, con esa cara de estúpido. Sí, él era un estúpido y lo parecía todavía más cuando dormía.

Quizás esa noche en la que se conocieron hubo algo similar al amor pero sea lo que fuere había desaparecido para siempre.

Lina tampoco era demasiado. Era rubia y quizás eso era lo único que tenía para ofrecer. Demasiado poco para cualquiera menos para algunos. No terminó sus estudios y trabajaba en una farmacia en la sección de perfumería. El trabajo era agradable. El chusmerío con las viejas de la perfumería hacía su vida un poco más llevadera y le hacía olvidar que a la noche tenía que volver a su casa. Esa casa que compartía con el idiota. No se podía decir que fuera la casa de los dos. Era la casa de ella y de él por separados. Irse a vivir juntos fue uno de los errores más grandes que podría haber cometido, pero era tarde para pelear.

Todo se dio muy rápidamente en un momento difícil en la vida de Lina. El imbecil vio la oportunidad de una señora, una mujer que cocinara y eventualmente trajera algo de dinero a la casa y la invitó a su pequeño departamento.
Lina no dijo que no. Ella no decía que no; no sabía cómo. Lina nunca peleó por nada, nunca le importó demasiado nada. Vivía su vida padeciendo, soportando, pero sin nunca explotar. Su descarga, su salvavidas era ese horrible y rutinario trabajo en la farmacia; con su delantal rosa y esas mujeres adineradas que se llevaban diez perfumes en cada muñeca y esas viejas chismosas inventando historias con hombres de traje.

Esa tarde Lina trabajó más de lo que lo hacía normalmente. Rápidamente se hicieron las once. En la calle el movimiento iba desapareciendo y la ciudad empezaba a quedarse dormida. Hacía frío. Acomodó su bufanda y caminó las dos cuadras que la llevaban a esa oscura esquina en donde esperaba el micro todas las noche. Esperó casi veinte minutos y fumó un par de cigarrillos queriendo olvidarse de su nariz fría. Finalmente el micro llegó y Lina se sentó en uno de los asientos del lado de la ventanilla. Un señor dormitaba en uno de los asientos individuales. El micro iba vacío.

Pasaban las cuadras y Lina empezó a imaginarse el cuadro que le esperaba en casa. Seguramente los platos sucios que había dejado al mediodía seguirían ahí. El televisor del living prendido. El tarado se iba a dormir y olvidaba apagarlo. Se acostaba temprano y rara vez cenaban juntos. Todo sería un desastre; comida sobre la mesa y en la mesada, revistas que nadie leyó con atención desparramadas por todos lados, los incómodos almohadones en el piso.

Llegó a su casa y ni bien abrió la puerta no se sorprendió. Todo estaba tal y como ella lo había imaginado minutos antes. Él era tan predecible, tan repetitivo, tan monótono. En la tele alguien vendía algunos de esos producto que te salvan la vida si los comprás. Hablaba muy rápido y la voz del vendedor se metía en su cabeza y la taladraba. Sentías ganas de matarlo solo de oírlo.

Apagó el televisor, la luz de la cocina y se fue al cuarto. Unos pasos antes de entrar ya se podía sentir la respiración de esa bestia, estúpida, grande como un oso pero inservible. Se sacó la ropa, se puso rápidamente su camisón y se metió en la cama.

Ya eran casi las dos y Lina seguía despierta. Daba vueltas alrededor de la cama. A menudo se desvelaba cuando se concentraba demasiado en la respiración de él. Ese ruido, esa inhalación seguida (“desgraciadamente”-pensaba ella) de exhalación ocupaba toda su mente, todos sus sentido; Tal y cómo lo hacía el vendedor.

Lina siguió dando vueltas y hasta lo empujó para que calmara su respiración pero no cesaba. "Típico"-pensó ella. Es que las personas que no pueden cerrar su boca respiran de esa forma. Respiran mal. El tarado tenía ese defecto. Ese defecto que Lina no soportaba y que era una de las cosas que más odiaba de las personas en general: esa imposibilidad de no poder cerrar bien la boca, ese labio inferior siempre separado por uno o dos centímetros del superior. Esos dientes que no se tocaban. Esa expresión que parece casi a propósito, que impresiona. "Parece que en cualquier momento se le va a caer la baba" -pensaba ella cuando lo veía mirar tele, o leer o hacer cualquier cosa que involucrara, por lo menos, dos segundos de silencio, dos segundos de pausa, dos segundos en la que su estupidez, su imbecilidad se transformaban, se potenciaban en ese rasgo facial.

Y así estaba él, panza arriba, con esa boca entreabierta. Lina apoyó los codos en la cama, se incorporó y lo miró. Lo miraba como quién no entiende bien que pasa. Cómo preguntándose que hacía ese tipo, ese extraño en la cama con ella. Se miró, se vio en camisón al lado de este tipo, compartiendo más que una cama, más que un rato de descanso. Se vio compartiendo su vida, su existencia con un ser tan gris, tan bueno para nada, un cobarde. Y sintió lástima por él y sintió lástima por ella misma también. Observó, se detuvo unos instantes en su boca. En esos labios resecos que no se juntaban y en esos dientes, esa boca entreabierta y con su cabeza hizo un movimiento de negación, sin saber bien que negaba.

En la oscuridad de ese cuarto la escena era desgarradora. Sintió ganas de llorar, sintió que las lágrimas empezaban a llegar desde algún lugar.
Y lo que ocurrió nunca había ocurrido. Jamás antes había llegado a mí una historia como la que Lina me contó años después y que ahora les cuento. Nunca supe de nadie que haya visto lo que Lina vio. Yo mismo lo he intentado demasiadas veces sin tener suerte pero creo en Lina. Creo en ella, creo en lo que vio y creo, porque lo he visto, como eso cambió su vida. Como su búsqueda le consumió su juventud, su adultez y hasta su vejez.

Lina misma, algunos años antes de morir me confió lo que esa noche había vivido, lo que había visto. Y lo hizo solo porque yo fui su mejor amigo. Ese que la sostuvo en los momentos de debilidad, sin saber que era lo que atesoraba como un secreto mágico, como un tesoro invalorable.

Esa noche, en la oscuridad, junto al idiota...esa noche de tristeza Lina contempló al imbecil de una forma distinta a como lo había hecho siempre. Deteniéndose en su boca, en su estúpida expresión encontró algo no imaginado ni en sueños.

Una luz tenue se coló en la oscuridad de la pieza y Lina vio algo dentro de la boca oscura del estúpido. Se incorporó para ver mejor cuidándose de no despertarlo. Era algo opaco. La luz, que probablemente se metía entre las persianas rotas del cuarto, le ayudó a ver. Eran como dos o quizás tres pequeños barrotes, tres palitos como de metal pero muy desgastados y a pesar de eso de un grosor importante.

Lina creyó estar imaginándose lo que veía, o quizás era una simple sombra que se reflejaba en la boca del idiota. En ese momento pudo ver, y me lo juró tantas veces que yo creo (no he visto pero creo) dos pequeñas manos que tomaban las rejas, las apretaban como un preso toma esos barrotes que lo separan del afuera.

Lina se llevó las dos manos a su boca para no gritar. Sintió un sudor frío que le atravesaba la espalda y se recostó rápidamente y todavía temblando en su costado de la cama. Me contó que durante una hora trató de razonar que podía haber sido eso que vio ¿Eran realmente manos? ¿Eran reales esos pequeños pero avejentados brazos que continuaban a esas pequeñas manitos? ¿Existan esos barrotes?

Lina creyó que, finalmente, lo había logrado. Se había vuelto loca. Su mente había dejado de funcionar y su cordura la había abandonado. El camino sin retorno había empezado. Hasta se imaginó en un hospicio, internada, probablemente sedada diariamente y con una visita cada seis meses, o quizás menos.

Ni siquiera Lina recuerda exactamente cuanto tiempo estuvo tratando de ordenar las cosas en su cabeza, ni cuando dejó de temblar. Solo se recordaba dura, mirando el techo, tratando de aclarar su mente. Lentamente, en su cabeza empezó a surgir la idea de volver a mirar dentro de la boca del hombre a su lado. Y se convenció. Si estaba loca volvería a ver esas manos; sino vería simplemente la estúpida expresión en el rostro y nada más.

Se volvió a acomodar, con mucho miedo, como estaba antes y volvió a ver la boca de este hombre. Y empezó a entrecerrar sus ojos para ver con más profundidad y claridad y lentamente volvió a ver como aparecían los barrotes. Comprobó que eran tres, eran de un azul muy oscuro y gastado, tanto que parecía gris.

Lina no podía dejar de sorprenderse. Pero su estupefacción ya no era como la de antes. Simplemente miraba profundamente lo que pasaba, como quien quiere filmar, guardarse para siempre lo que ve. Y allí, segundos después aparecieron estos dos bracitos desde la oscuridad de la boca. Desde vaya uno a saber qué lugar de las fauces de esta bestia. Y en la oscuridad, en la suprema oscuridad de esa boca entreabierta Lina vio dos ojos brillantes. No vio una cara, no vio un rostro completo. Solo vio la sombra de lo que pudo ser una cara humana, avejentada, con la mirada perdida, pidiendo auxilio. Gritando lástima. Y Lina no tuvo que llevarse las manos a la boca para no gritar porque no sintió miedo.
Se sintió hipnotizada, atrapada por ese descubrimiento, por esa experiencia única. El imbecil respiró profundamente y se dio vuelta, dándole la espalda a Lina. Ella apoyó la espalda en su costado de la cama y cerró los ojos. De su rostro no se desdibujó la sonrisa sino hasta que logró dormirse, minutos después pensando en ese hombrecito. “Seguramente está desnudo”-pensó ella-“atrapado dentro de ese estúpido inservible”. Aunque se sintió apenada por esos ojos tristes no podía evitar la excitación de haber vivido ese momento, ese único momento mágico en su aburrida e insulsa vida.

Durante años Lina se dedicó a investigar las bocas de las personas. Nunca descansó. Siempre esperaba la oportunidad para mirar de reojo, casi como un espía. Sus ojos, su mente estaban al acecho día y noche. Alguna vez encontró a otros hombrecitos atrapados en cuerpos. El “encuentro” duraba siempre unos segundo. Eran momentos en que la gente, por alguna razón abría su boca más de lo habitual. Y en esos momentos a Lina el corazón le empezaba a latir más fuerte y los veía. Siempre tras rejas, tras esos barrotes. Los veía dentro de personas adultas, casi siempre eran hombres robustos los que “transportaban” dentro de sí a estas personitas.

Pasaron muchos años antes de que Lina me confiara su secreto. Meses después murió. Nunca logró comunicarse con ninguno de ellos, aunque ella creía que estos hombrecitos que habitaban las bocas abiertas le pedían que los liberase. Esa es mi tarea ahora. No se por donde empezar, pero busco, incansable, esos momentos de risa de los imbéciles, esos tiempos muertos en los que abren su boca más de lo habitual; y de reojo busco esos barrotes, esos rostros pequeños y avejentados. Y lo hago por Lina, por Lina y por mí.

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